Au revoir, mon amour.

Amanecimos enredados entre sábanas y con el olor a café del bar de la esquina entrando por tu ventana. Me desperecé y al abrir los ojos no quedaba nada de aquel amor que noches atrás nos había hecho perdernos por tantos antros y callejones con salida que preferíamos no ver. En esas cuatro paredes aún se podían leer todos esos recuerdos y esas ganas de otros tiempos más antiguos que hablaban de ti junto a nuestro reencuentro de la pasada noche. La habitación tenía un olor a mezcla de desengaño y de sudor de quien sospecha que no ha encontrado lo que andaba buscando con tantas ansias.

Me revolví hallándote la cara para intentar convencerme de lo que ya temía y ahí estabas. Con esos ojos que prometían miles de noches de locura y escondían muchos corazones rotos entre gemidos y restos de un pasado. Me miraste con los ojos entrecerrados y la sonrisa pícara, simulando que por las yemas de tus dedos se escapaba el amor que todas querían y a ninguna quisiste dar. Mis ojos de gata de la noche anterior ahí seguían; siguiéndote los movimientos a cámara lenta para dejar más tarde enredados todos los hilos posibles. Seguías igual de previsible que hacía ocho años.

Te acercaste a mi nuca y hablando con los lunares de mi espalda me preguntaste si me apetecía alguna taza de chocolate caliente o si prefería seguir bebiendo de ti. A pesar de los escalofríos que rondaban por mi columna vertebral y de la química que seguíamos teniendo después de tantísimo tiempo, me levanté y empecé a vestirme. Tú te quedaste perplejo y mirándome con el ceño fruncido. No entendías cómo alguien que habías logrado meter a tu cama era capaz de dejarte tirado en la misma, cuando eras tú el que después de un buen desayuno seguido de algo más las invitabas a marchar a todas aquellas infelices que tras dejar su número en tu mesilla creían que sonaría ese teléfono con tono esperanzador. No querías creer que la misma perra en celo que se moría por ti en nuestros recuerdos estaba dejándote en cueros y con el amor al aire.

No tuvimos nada que decir. Las palabras se estrellaban en nuestros dientes haciendo que nuestras miradas nos gritasen todo lo que no nos atrevíamos a mentar. Escupiendo ese adiós que no éramos capaces de chillar. Abroché el último botón de mi camisa y, con la certeza de quien sabe que ha ganado una batalla, salí de tu cuarto y de tu vida.

No hubo portazo. No hacía falta matar ninguna duda con el mismo. Estaba segura de que los hilos que se quedaron enredados por tus pies harían que tus pesadillas llevasen mis ojos y mi nombre. Había infectado tus recuerdos del rojo de mis labios. De mí.

Y, mientras bajaba las escaleras de ese ático en silencio y me dirigía al portal con un cigarrillo que confesaba más de un pecado incandescente, sonreí al ser consciente de que te había dejado tus promesas debajo de la cama y, entre las mismas sábanas que anoche nos envidiaban, todos esos recuerdos que me habían estado abrigando en más de un invierno frío.

 

(Tras la última calada al cigarro, ya te habías consumido con él).

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Cristina Pérez

Cristina Pérez

Más que pájaros, tengo un campo de minas en la cabeza.

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