Le dije que quería sanarle la herida que latía en la planta de sus pies causada por la prisa del pasado. El peso del vacío ahora presente en sus manos provocado por los kilómetros de agua que no salvábamos por no nadar hacia la orilla del otro.
Quizás por miedo a ahogarnos, nosotros, locos acostumbrados a correr.
Quizás porque estábamos anestesiados con el dolor de cabeza que nos provocaba la rutina de añorarnos a daño hecho.
Le pedí que me dejara curar la saliva de su boca con el óxido de la mía. Me miró con ojos de bosque cuando cae la noche. «¿Qué te hace creer que esto no acabará con quienes somos?» -me dijo. «Siempre nos ha dolido más el puño que el golpe; olvídate de las metáforas, ya no alivian».
Con el tiempo comprendí que hacía otro tanto que nos habíamos ahogado.