Amor es no mirar con miedo ni a la vida ni a la muerte

Son ya veinticinco años de carrera desde que se estrenó su primer film  El séptimo continente (1989), pero ¿Quién es Michael Haneke? El cineasta austriaco es algo desconocido dentro de la sociedad de consumo, pero no dentro del mundo académico en donde se ha ganado una de las mejores posiciones a escala mundial. Y para quien no sepa de la existencia del director, podemos poner sobre la mesa que Haneke es un redoble de dos in crescendo. Posee una eterna sinceridad con el medio fílmico pero alardea de su maquiavelismo al ponernos siempre frente a lo que evitamos. No es una ironía, seamos francos: su filmografía duele y es difícil de mirar, nos pone siempre en cuestión, nos hace partícipes de una eterna melancolía y desesperación, cómplices de la legitimación de la violencia que vemos en las pantallas y que recorre la historia de la humanidad, nos hace víctimas del propio juego y culpables de que su pregunta traspase la ficción y haga presencia en nuestra cotidianidad. ¿Demasiado denso en un principio?

La respuesta es Michael Haneke.

En Funny games (1997) ya predominan esas premisas y hasta el momento no había tantos directores que jugasen tanto con la emoción del espectador con una clara transparencia del objetivo de la cámara y unos silencios tan incómodos como reales. (En paréntesis y casi en el mismo escalón pongo el caso de Alejandro Amenábar con su Tesis (1996) sobre la misma cuestión: la violencia). Haneke no necesita bandas sonoras absurdas, cambios de plano que lo único que hacen es manipularnos la percepción. No. Sólo le bastan largos planos secuencia, una gestión del montaje magnífica, el don de poner al espectador siempre en su lugar: el de espectadores o voyeurs que cuestionan el film. En esa misma línea están Código desconocido (2000) y Caché (2005). Mención aparte tienen La pianista (2001) y La cinta blanca (2009) en donde se entiende en profundidad el tema que recorre su pensamiento y sus inquietudes como artista: ¿Cómo podemos diferenciar y no perdernos ante una vida que tiene latente el horror del Siglo XX, cómo podemos seguir en pie y no turbarnos ante una realidad que supera la ficción, cómo podemos legitimar una violencia que nos llevó a la nada y que nos ha dejado a la deriva? Ahí queda el eco de la cuestión.

El lenguaje del Amor

Amor (2012) es el sutil nombre con el que el film hanekiano (ya utilizo el adjetivo de autoría merecido por el director austriaco) aparece y hace presencia entre la palabrería, entre un lenguaje que suena como si del viento se tratase, de un ejercicio fílmico que pocas veces acampa en nuestra piel. Amor juega con la palabra y el silencio, juega con el lenguaje fílmico a la luz de los grandes artistas de la modernidad. Velázquez le miraría estático y perplejo por conseguir con la imagen móvil lo que el creó con la imagen estática: Introducir al espectador en el espacio artístico como un intruso como un mirón molesto. Amor habla y recorre la voz de la conciencia. Amor es el juego de un lenguaje –esta vez fílmico- que nos hace pronunciar palabras e imágenes que no queremos ver ni oír. Amor es dar voz a las cosas que aún no la tienen.

Fotograma, Amor
Fotograma de la película Amor

Aquí la dureza de su lenguaje se traslada hacia algo que indudablemente todos le tenemos miedo: la vejez y la muerte. El film abre con un plano secuencia en el que unos bomberos abren una casa y una habitación perfectamente sellada en donde el olor putrefacto traspasa las paredes. Y la muerte anunciada aparece desde el principio con el cadáver de Anne (rodeada de flores que traslada directamente al cuadro de Ofelia de Waterhouse). Magnífica la interpretación de Emmanuelle Riva, sin ser estelar al modo americano, es sencillamente real, vestida perfectamente en el papel de la vejez. Por los poros de su interpretación se respira la muerte y hace de su trabajo uno de los más realistas visto en años. Su marido, dentro de la piel de Jean-Louis Trintignant también le acompaña en este viaje hacia la muerte. Los dos conforman el dualismo de una interpretación que nos lleva a lo más recóndito del ser humano.

Desde luego, desde el principio del flashback -que dura casi dos horas-, el miedo recorre el cuerpo del espectador. El inicio de la enfermedad de Anne, en la cocina mientras comen, es realmente apabullante. Tanto que su interpretación hace que te preguntes en un principio ¿está fingiendo, es realidad u otro truco de Haneke? Increíble cómo domina esta escena simple y transparente como el agua que corre por el grifo. Increíble cómo con pocos cambios de planos estás ya tan atemorizado como el mismo protagonista. Desde ese momento la decadencia del cuerpo y mente de Anne será el tema central hasta su muerte. La impotencia hace mella en el espectador y nos pone el debate sobre la mesa. ¿Qué haríamos en el lugar de Georges? Es una herida abierta entre la sociedad, una pregunta que no tiene respuesta y a la que nos tenemos que enfrentar tomando decisiones. Y desde luego la acción es siempre lo que predomina frente a la muerte.

Pocos son los cortes de planos, poca la banda sonora (sólo la melancólica pieza de piano unida perfectamente al pasado nostálgico). Las largas secuencias no hacen sólo más difícil el trabajo de los actores, hacen más difícil el emplazamiento de la cámara que, volviendo a elogiar a la dirección, es muy equilibrado. Estas secuencias es –me atrevo a señalar- la marca hanekiana junto a sus temas. Es el modo en el que Haneke nos interrumpe el viaje inmóvil. Pero no nos deja fuera de la pantalla, rompe con el goce y disfrute, y nos hace presentes dentro de la estancia. En ese momento nos convertimos en sujetos incómodos, nos sentimos como mirones. Además, el que ninguno de los planos sea en exterior nos hace aun más latente el sentimiento de estar interrumpiendo la intimidad de la pareja. En ese sentido la casa actúa como puerta y telón de los secretos e intimidades que reflejan el acto voluntario de apartarse de la sociedad. Quizás una sociedad que podría poner en duda sus métodos y que no está tan familiarizada o preparada para ver la decadencia del cuerpo y de la mente –vemos diariamente cómo no nos podemos permitir enfermedades, ni discapacidades, ni envejecer en una sociedad predominantemente capitalista-.

Por otra parte, otro sello de autor son los sueños que el protagonista tiene. Es otra vez el cuestionarnos acerca de la realidad y la ficción ¿estamos dentro de un film o en la vida real? Haneke nos pone otra vez en nuestro lugar. Por todo ello, Haneke es la mirada cristalina hacia los paradores recónditos del ser humano, ante el dolor de una vida perturbada por la historia, es la mirada que compone una postmodernidad decadente que se dirige hacia no se sabe donde, varada entre Eros y Thanatos, entre una vida que todavía nos sujeta, y una muerte que aún nos llama. Es la realidad que teñimos con obras descafeinadas al mejor estilo hollywoodiense, es apartarnos de la sociedad de capitalista de consumo para retratar cuestiones que se disipan entre el miedo, la opresión, y el control sobre la población.

Hecha para los mas valientes. Después de esta experiencia sólo oiréis el eco de su lección: Nunca habrá nada tan presente y escondido como la narración del film, porque Amor es el valor de no mirar con miedo ni a Haneke, ni a la vida, ni a la muerte.

Fotograma, Amor
Fotograma de la película Amor

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Paula López Montero

Paula López Montero

Nací en 1993, lo demás es historia

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