Te he querido tantísimo, vida. Te he querido tanto que siento como si me hubiese quedado sin ella. Te he querido tan mal, cielo, que aún hoy me arden las manos de todas las veces que tú has puesto las tuyas en el infierno por mí.
No me perdones, te lo ruego. Conllevaría olvidarme y yo no puedo soportar no dolerte. Llámame egoísta, malcriada, borracho o para que vuelva, pero no dejes de pronunciar mi nombre con odio cada vez que te vas solo con alguien que no soy yo a dormir.
Te he querido tan rápido, tan veloz, que nunca supe parar de correr. Me temblaban las piernas y las pestañas, y vi pasar todos tus recuerdos por delante como si aquellos años fuesen la fecha de mi nacimiento. Como si acaso yo hubiera podido renacer.
Entonces te pedí tiempo y me tragué el calendario. Te rodeé con permanente para no olvidarme de volver como quien apunta en el frigorífico la cita con el médico. Nunca me fui; había llegado tarde. O quizás no supe hacerlo. Y tú me abrazaste sincero temiendo saber que no se le puede dar el alta a quien se ha dado a sí misma por muerta.
Nunca me llevaste flores a la tumba. Nunca llevaste tumbas a las flores secas del jardín de nuestro pecho. Y yo te quise por ello con tanta fuerza que decidí sentenciar tu vida no ahogándote en el agua sucia de la mía.
Ojalá hoy lo entiendas. Ojalá comprendas que no supe hacerlo bien porque eso significaba ponernos los zapatos. Hacerles un lazo bonito a los cordones. Volvernos cuerdos. Y yo nunca he querido atarte más allá del nudo en la garganta que te provocaba tu remedio y mi enfermedad. Pero te he querido tantísimo, vida. Te he querido tanto que siento como si me hubiese quedado sin ella.
Te he querido tanto que aún hoy no he dejado de correr.