Un día cualquiera, en un lugar cualquiera, a una hora cualquiera y con una temperatura cualquiera -eso sí, lloviendo-, apareció lentamente una figura enorme, en sombra, como si su cuerpo se fusionara con cada gota de agua que caía, como si cada poro de su piel se alimentara de cada molécula del agua que caía sin cesar. Su cuerpo no se mojaba, ni siquiera su pelo. La figura además lloraba, ¿por qué lloraba? No lo sabemos. Eso daba igual.
Entonces se avistó a lo lejos otra figura, esta vez más menuda, un 1 de febrero, en un parque lleno de almendros, a las tres de la tarde. El termómetro marcaba 18 grados centígrados con un sol espléndido que iluminaba el cielo límpido de nubes. Nos cegaba la luz, aún así se podía diferenciar a una mujer. Sonreía, porque sabía que algo grande le esperaba, como si su corazón la animara a sonreír y acorrer sin parar… Venía tan tan deprisa que estaba empapada en sudor.
Estas dos figuras, de repente, se encontraron en una línea que dividía el mundo “Cualquiera” y el mundo “Momento Justo”.
Se miraron.
Ella dejó de sonreír.
Él dejo de llorar.
Se enamoraron.
Ninguno fue capaz de cruzar.
Era demasiado arriesgado mezclar el Caos con la Certeza.
Fotografía: Marina Crovetto