Sólo él sabe peinarme el flequillo,
ni yo misma lo hago tan bien.
Me lo arregla después de girar la esquina
de una calle del barrio antiguo
en una noche de viento.
También cuando me despierto por la mañana.
Y después de que él mismo lo desordene
-ésa es mi vez favorita-.
Me abrigo fatal,
soy un desastre con los cambios de estación.
Pero él tiene una chaqueta vaquera
que es como la calefacción central
del iglú de una familia de esquimales;
y me la deja a mí.
A mí…
Tengo una sonrisa que es suya,
porque aunque esté en mi cara
y estos dientes torcidos sean con los que muerdo yo,
la sonrisa es de quien la provoca.
Así que mi sonrisa es suya.
Toda:
desde los colmillos que le enseño enamorada e inofensiva
hasta las muelas que aprieto cuando le gruño de broma.
Soy y estoy feliz
y se me nota,
qué cara de boba frente al espejo
qué bofetón me daría.
Pero las fuerzas del guantazo
las gasto en besarle a él.
A la mierda los parpadeos,
no quiero perderme ni una décima de segundo suya.
Sabe a almendras caseras
y a cerveza.
Es mi refugio
mi casa del árbol
él único que quiero que me sople el jabón de los ojos.
Un faro que
aunque esté apagado
consigue guiarme al puerto más cercano:
me cuida hasta cuando duerme.
Sólo tengo miedo de que un día
deje de querer peinarme el flequillo.
Me ha atrapado
y no pienso hacer nada para salir de sus arenas movedizas.