Los rusos me atormentan

La vida es esta ciudad llena de bares
y yo tengo la sensación de haber visto ya
demasiados culos de botella.
Podría irme a casa,
acabar con el día,
volver a empezar otro
con la misma historia.
O podrías cruzar esa puerta,
con espuelas en los tacones,
haciendo que medio bar se gire
a disfrutar de cómo la puerta se cierra a cámara lenta
tras tus pasos.

Podrías acercarte, con algún aire nuevo,
quizá unos ojos resultones,
una sonrisa consciente y de disparo fácil,
una conversación de mil viajes, mochila en mano,
o un culo que vuelva en mi contra
toda la gravedad de la situación.
Te diría que los dos nos sabemos, de sobra, la película
que no nos esperan fuegos artificiales más allá de esta noche
y que no soy pianista, pero no me preguntes por qué,
sé que podría tocarte sonatas en la espalda durante toda la noche.
Que la hierba se volverá añeja, en nuestros bolsillos,
de buscarnos y disfrutarnos sin llegar
a consumirnos.
Que seremos pulmón, cigarro y ganas, porque no hay más.
Vida,
muerte y el tiempo
que los une.
Te podría decir que seremos de la octava a la decimotercera
maravilla mundial,
que harán documentales sobre nosotros
y nos retransmitirán en todos los canales equis a la misma hora en la que
siempre
pierdes los tacones.
Esculpiremos en mármol recuerdos que nos sobrevivirán
y, llegará el día,
ese maldito y fatídico día,
en que la rutina llegue
y tendremos que defendernos con todo
lo que tengamos a mano:
garras, dientes,
tendrás que ser más oso que todas esas otras truchas que también
reman a contracorriente.
Y los rusos, con todo ese frío calado en los huesos,
al otro lado de la puerta,
esperando
la mínima perdida de calor
para hacerse con todo,
para no dejarnos
nada.
Ese será el momento:
Tendrás que dejarme ir.
Tendrás que dejarme ir porque yo,
yo ya no podré.
Tendrás que dejarme ir para que no lleguemos a perdernos
en un desierto de fotos bocabajo,
no quiero llegar a necesitar de sonrisas de quita y pon,
cada vez que el mundo se me venga encima y tú
no quedes debajo.

Exacto.
tienes unos ojos verdes preciosos,
no dejas de sonreír al camarero
mientras pides una cerveza,
llevas un tatuaje por el que seguro
podría preguntarte
y una marca de un anillo en el dedo,
hasta parece que vayas a girarte a mirarme.
Con tu permiso,
voy a fingir que ya espero a alguien,
yo ya te conozco, te quiero
demasiado para dejar de quererme a mí
para hacerlo.
Podría contarte tantas cosas que hemos hecho juntos,
en estos diez segundos,
desde la puerta a la barra:
toda una vida.
Pero sería como pedir la paz
para poder seguir cavando trincheras.
Tú, al menos,
acepta mi consejo,
sigue sonriendo así
y nunca
te faltarán poemas.

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Pablo Benavente

Pablo Benavente

1989. Gaditano por nacimiento, apátrida por convicción. Préndele fuego a todos los clavos que quieras, que yo me voy a agarrar a los mismos.

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