Me imaginé unas manos acariciando a mi ausencia
y me desnudé en un intento absurdo de que apareciesen.
Escuché disparos y esperé ver sangre.
Y en lugar de muertos, me encontré a mí.
No supe qué hacer con tanta nieve
y me quedé quieta esperando a que lloviera.
No lo hice.
Le puse nombre de varón a la nostalgia
y fecha de entrega a unos besos caducados
antes de convertirse en saliva.
Escuché voces al mirarme al espejo.
No entendí qué decían porque sólo daban consejos. Inútiles.
Y aún más lo que me contaban.
No miré nunca atrás. Mucho menos adelante.
Abracé a la niña y besé para despedir
a la mujer que creí ser.
Anduve descalza tratando de averiguar de quién eran los pies
por los que yo cojeaba.
Perdí la brújula para no perder el norte
y amanecí en una sala de espera que irradiaba
tanta tanta luz
que nunca supe si era recuerdo o conciencia.
Canté una canción llena de versos
sobre ser pedregoso camino,
y me sentí mejor.
Recordé que yo también soy la piedra
con la que un alguien tropieza,
entonces por no echarme a llorar;
eché a correr por impulso.
Creo que intentaba alcanzarme.
A la que había sido y a la que fui.
Caí al suelo.
Quizás estaba a punto de conseguirme.
De volver a ser la que era.
Pero me tropecé con quien soy.