No soy muy dada a pensar que la vida a cada compás se acaba, soy más de las que siente que a cada paso que das, ganas guerras enteras luchando constantemente contra ese maldito ejército llamado tiempo.

Me encanta decir que la vida es siempre como quieres que sea, que en tu mano están las decisiones, que tú eliges, que es responsabilidad tuya ser feliz. Si no lo eres es por qué no quieres.

Y es una verdad a medias.

Lo que nunca digo, es que dentro de esa batalla, tienes varias armas para luchar, algunas dadas, otras improvisadas. Lo que nunca digo es que no eliges el territorio, ni la armadura, no eliges muchas veces contra quién luchas y ni si quiera muchas veces sabes el por qué. Pero lo haces. Y no puedes parar porque si no, te habrás rendido.

Y te aseguro, no hay nada más solitario que rendirse, no hay nada más mortal que hacerlo.

A veces el tiempo es un huracán, y no hay daga que acabe con él, a veces el tiempo se esconde y no sabes que cara tiene, y te pilla así de sopetón, y tú desnuda no sabes ni cómo defenderte. Pero no pares, no te rindas. El tiempo es la antítesis, lo que equilibra la balanza, y aunque deseases que no existiera, no puedes. Lo necesitas para ser tú y trazar tu camino por la vida.

Esa es la paradoja de nuestra existencia. Por ello no te engañes, no puedes evitar algunas cosas, pero siempre está en tu mano seguir luchando. Por ello vive una vida que a cada segundo quieras que sea siempre así: tuya, compartida, maravillosa, preciosa. Que el tiempo puede ir deteriorando tu cuerpo, pero no tu espíritu.

Y sí, tienes jodidas probabilidades de quedarte medio magullado por su paso, pero puedes salir victorioso, y saber que no te rendiste, que lo superaste, que el infinito te espera, que en el fondo, es ese ejército el que nos hace iguales. Tu y yo, cara a cara. Luchando incesantemente no por sobrevivir, sino por vivir una vida, que aunque sea sólo una, fue más que suficiente, fue más que perfecta.