Tú, yo, nosotros. Esto no va de amor.

Nací en agosto,
estoy libre de bautismo porque mis padres pensaron
que decidiera yo misma en lo que creer una vez supiera hablar.
Crecí en un colegio de curas,
he recitado el avemaría todas las mañanas a las ocho
desde los séis años hasta los dieciséis.
Mentiría si dijera que no echo de menos el uniforme,
las verbenas de fin de curso
y muchos profesores.
Lo de rezar no.

Nunca se me dio bien relacionarme;
el llevar un corsé ortopédico media adolescencia no ayudó.
Nunca fui muy popular,
la verdad,
me gustaba no serlo.
Aun así tuve suerte,
a día de hoy sé que tuve los mejores compañeros que podía tener.

He tenido cinco mejores amigas,
soy hija única aunque una vez juré tener una hermana
dentro de esas cinco.
Hoy me debato en esa creencia firme de que la amistad existe
tal y como yo la siento o como veo que es;
todo iba mejor cuando no nos planteábamos tantas cosas
la verdad.

Me crié en un barrio linense
a base de los potajes, guisos,
pucheros y otras delicias de mi abuela Ani,
bajo la voz callada y mirada atenta y protectora de mi abuelo Juan.
La primera de las nietas,
mimada sí,
pero no consentida.

Mi bisabuelo fue poeta,
escribía desde la cárcel
y mi abuela Tere solía recitarme sus poemas
antes de tan siquiera ser capaz de comprenderlos
mientras yo jugaba con una caja de botones.
Prometí a mi abuelo Pepe leer la Biblia y ya he cumplido la mitad.

Adoro a mi familia,
desde mis padres hasta lo que alcanzo a conocer
y sigo conociendo a día de hoy.
Los disfruto, y aunque los quiero les cuento poco
pero aun así saben mucho más de lo que parece.

Amé el metal a los trece,
el punk a los 14,
y el rap a los 15,
ahora ando enamorada de muchos cantautores
y detesto a aquellos que juzgan a otros por escuchar reggaeton
si ellos mismos se vuelven locos cuando suena
un tema clásico en cualquier discoteca.
Yo los bailo,
qué pasa.

Descubrí el amor a los trece,
lloré por amor por primera vez a los catorce.
Lo he confundido con cariño,
lo he transformado en olvido.
He tenido cuatro novios
y no he besado a muchos más.
Me han juzgado por eso de que según dicen eso no es vivir la vida,
que tengo que experimentar;
yo qué sé,
siempre me ha pesado más el latir del corazón
que el de la entrepierna.

Luego acaban reconociendo que los mejores polvos no son los de una noche.
Pero eso es otro tema.

Me han roto el corazón dos veces
y yo he roto otros dos.
Para qué hablar de platos.
De la primera vez aprendí que tirar la toalla a destiempo
es sólo una excusa para no afrontar
que el amor cuando se quema sigue oliendo bien;
la última descubrí que no había aprendido una mierda,
además de que la mentira como patología existe.
De las veces en las que hice daño aprendí que
que se te vaya el amor es otra forma de arrancarte
el corazón del pecho y no tener a quién dárselo
porque sabes que no es justo.
Que es lo peor porque es una carretera de un solo sentido
y sólo tú tienes el freno.

Estudio derecho para dedicarme a otra cosa,
nunca me he permitido equivocarme
por miedo a ser juzgada,
para con veintidós daños
acabar dándome cuenta de que equivocarse no es un error.

Y todo esto para acabar diciendo
que somos los únicos jueces sin oposición que perdemos el juicio contra nosotros mismos
cuando somos todos los que creamos lo «socialmente establecido»,
y aun así inventamos la palabra prejuicio sólo para excusarnos cuando la cagamos.

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Sara Buho

Sara Buho

No sé, escribo. Hay quien me llama musa y hay quien me llama artista; en cualquiera de los casos es una auténtica frivolidad.

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