La insoportable levedad
del estar siempre enamorada
y que nunca sea de nadie.
No era tonta. Se había pasado la vida probando distintos tipos de agua y el paladar se le agudizó tanto que, desde el primer beso, supo (de sabor y no de saber) que él no la quería. Dentro de ella había una mujer empeñada en sentarse a mirar las tardes lluviosas, enredarse con hombres que nunca se iban a enamorar de ella y beber vino tinto.
Se levantó. Quitó su pelo de la almohada y se descubrió con un deseo inexplicable de tejer, destejer y esperar, como la Penélope de Ulises.
Esperar como cuando no se sabe qué hacer…
Como cuando descubres que el hombre que quieres está con otra, que tu mejor amigo se enamoró de ti, que tus padres piensan que pierdes el tiempo soñando, que le debes una talla más de sujetador a una semana del mes…
Esperar a que cambie lo que no va a cambiar.
Desde entonces prefirió un pacto con el amor inexistente, con ese amor que no se dice y cuyo único consuelo es que algo que no existe tampoco puede dejar de existir.