¿Y si los locos sois vosotros?

¿Y si los locos sois vosotros?

No sé ni porqué voy a escribir lo siguiente. No gano nada con transmitir mi aburrida historia al mundo. Los que la leáis; la acabaréis, pensaréis en ella mientras os aburrís en el baño, para después olvidar mis palabras. Seguiréis con vuestras vidas de la misma forma que seguías con ellas antes de haberme leído. Y qué más da. Nadie, y repito nadie, va a poder cambiar este mundo. Claramente hay ciertos individuos específicos que consiguen modificar la historia y, por lo tanto, también la sociedad, pero ¿qué es un pequeño cambio en nuestro universo inmenso?

Desde mi infancia esta certeza social me ha perseguido. Cuando nací ni lloraba, ni reía. El mundo nunca ha sido para mí un sitio interesante. Veo desde siempre todos esos ángeles salidos del infierno. Dejadme explicar; cuando tu corazón late, el latido produce un color que solamente ciertas personas pueden apreciar. Este color cambia poco a poco dependiendo de tu personalidad, de tu pasado y de tu moral. Desafortunadamente, yo soy una de esas personas que ve los colores del alma.

Y, bien, como os iba contando, esto me ha perturbado desde que aprendí a andar. Desde muy pequeño he sabido diferenciar, o ver, a las personas desde su interior. Me clasificaban como raro. Fui uno de esos niños que en el patio nunca fue elegido para jugar al fútbol, uno de esos que nunca fue besado cuando se jugaba a la botella, uno de esos que jamás de los jamases fue invitado a un cumpleaños. Cómo iba a saber yo que los demás no veían lo mismo que yo, que los demás vivían escondidos en la ignorancia, en la irrealidad, en el paraíso. En el recreo me dedicaba, más bien, a sentarme en mi esquina preferida a observar. Cuántas veces tuve que escuchar durante mis años escolares: eh, si, Andrés tiende a las aptitudes de un niño superdotado. ¡Qué pena que no se socialice con sus compañeros! Sí, pobre Andresito…

Por aquel entonces los colores me gustaban. Esa explosión “arcoirisal” me ponía los pelos de punta. Puede que tenga que ver con el cerebro infantil, o qué se yo. Recuerdo, o creo recordar, que los colores cambiaban constantemente. Alguna que otra vez solté un comentario al estilo de ¡anda, que bonito tu nuevo azul! intentando ser amable, intentando ser parte de ese mundo que me había cerrado la puerta.

Mientras el invierno se convertía en primavera, para después convertirse en verano y posteriormente en otoño; mientras el tic-tac se aceleraba, mientras el mundo daba vueltas y más vueltas; empecé a darme cuenta de que había algo en mí que no era, que no es, como en los demás. Ellos, o la mayoría de ellos, no ven, solo miran. Viven rodeados de nubes, o humo, o burbujas. La claridad que me ha acompañado durante mis demasiado largos 23 años es insoportable. Por aquel entonces en el que se reemplaza los columpios por tardes bebiendo cerveza en algún parque, mis millones y millones de colores se redujeron a la melancolía. Todos aquellos que me rodeaban deslumbraban un gris aburrido, sin vida, sin melodía. Los ángeles cayeron, la música dejó de sonar, los pájaros dejaron de cantar, la monotonía consumió la rutina, los prados ya no florecían, y yo, yo solo quería escapar.

Tardé un par de años en comprender mi mente. Puede que aún no la entienda del todo. Todo en esta vida se trata de esos estúpidos puede que. Tenía en mi cabeza mil impresiones y todas ellas en la paleta del gris. Alguna que otra persona que me cruzaba en la calle radiaba un color pastel. Cuando me encontraba a individuos negros, negros, negros se agitaba todo mi ser. Yo y mis catorce inviernos no sabíamos lidiar con el miedo que se creaba cada vez que me topaba con unos de esos que exprimían maldad. Era como si un agujero se hubiese abierto en el suelo y algo intentase tirar de mí, como si intentase tragarme y llevarme a la sombra eterna.

Ulteriormente aprendí, o eso creo, a controlar mis sentidos. Poco a poco supe llegar a un término medio entre el eclipse y la viveza. Aprendí que pocas personas en nuestra sociedad son puras, que pocas quieren ayudar, que pocas son buenas. Fue entonces, a eso de los dieciocho, cuando quisieron diagnosticarme depresión. Qué irónico eso de clasificar como enfermos a los que simplemente ven la realidad. A los que ven el mundo con un poquito más de claridad que el resto.

Hay veces que estos colores simplemente absorben todo tipo de materialidad; en estos casos veo, únicamente, un color. Todo mi cuerpo es absorbido por estos y entro en algo parecido a un trance. La cabeza me da vueltas y observo desde mi interior todos los colores asociados al color en cuestión. A causa de estos momentos específicos empecé a aficionarme al sexo. La pasión momentánea aliviaba, para no decir que hacía desaparecer, mis millones y millones de colores. Era como llegar al orgasmo de golpe, como saltarse todos los escalones de la escalera más larga del mundo. Al principio tenía paciencia y esperaba a poder seducir a chicas, a chicos. A los diecinueve hasta tuve una relación que duró algo más que un año con Amelia, una chica que deslumbraba un color melocotón llevadero. En cambio, la burbuja que había logrado crear acabó explotando. La realidad volvió a apuñalarme por la espalda y mi mundo se redujo, de nuevo, a esa objetividad que para la mayoría de la gente es tan irreal. Veía como las normas, las reglas, las leyes, las constituciones, las construcciones sociales impregnan la humanidad. Como los individuos caminan sin llegar, miran sin ver, oyen sin escuchar. Ya no podía soportar conocer tanto a una persona como conocía a Amelia. No es su culpa; es más, era una chica bastante inteligente. Pero no tanto como yo. Al llegar a saber tanto de ella su ignorancia traspasó a lo que podemos llamar mi medicina. El sexo pasional dejó de ser suficiente y, por lo tanto, me convertí en lo que es denominado como un violador.

El primer pobre individuo que sufrió una agresión por mi parte fue un hombre que me blindaba con un tono oscuro. Pasé media hora a su lado en un bus. Podía ver su tristeza, su incomprensión, su pasado difícil. Por cada segundo que pasaba mi rabia crecía y crecía. No podía soportarlo, y tenía que lidiar con ello. Mis instintos me hicieron bajarme en su parada – ya pasada la mía – y perseguirle por la sombría noche de agosto. En cuanto ya no se apreciaba ningún alma por la zona me acerqué a él y…claridad. Éxtasis. Deleite. Romance. Iluminación. Libertad. El sentir que, por una vez, tenía control sobre lo que pasaba a mi alrededor me enganchó como a un adicto la heroína.

Tras este incidente seguí cometiendo mis llamados crímenes cada vez que el cuerpo volvía a su estado normal, a su estado de clara incertidumbre. Al ponerme encima de estos seres yo conseguía seguir con mi vida. Empecé mis estudios, conseguí un trabajito y, por primera vez en mi vida, pude comenzar una vida social decente. Qué triste que al final el sistema nos sobrepase, incluso a los que sabemos que es una mierda. Al final no tenemos más que adaptarnos a él.

Utilizando esto como medicina a mi problema, porque de verdad ha sido un problema, mis días podían ser alegres. Iba al cine, iba a cenar, salía de fiesta, paseaba por el parque, ayudaba a los ancianos a cruzar la calle, seducía a mujeres, discutía política con colegas, leía libros, cocinaba… Era normal. ¿Sabéis que sensación es la de sentirse normal?

Rutinalicé la rutina hasta que un día, claramente, se me fue de las manos. Tras agredir a mi última víctima me sentía invencible, grandioso, perfecto. Utilicé más violencia de lo que quería. Mientras la sujetaba por las muñecas, mientras me metía en su interior una y otra vez, mientras la heroína se esparcía por mi sangre, debí perder mi precisión y la víctima logró desprenderse de mi cuerpo, de mí y de mi poder. Salió corriendo y yo, en estado de alarma, corrí detrás. Nunca había perdido los papeles de tal forma. La agarré por la nuca, la apreté, la estrangulé. Salió de mi ser una fuerza que desconocía. Aún en un estado de trance, o qué se yo, acabé absorbiendo una vida por la punta de mis dedos. Su cuerpo, sin vida, cayó al suelo. Nunca había escuchado un golpe tan fuerte pero a la vez tan hueco. Segundos después todo se volvió negro. Los colores acabaron ganando la batalla y lo siguiente que recuerdo es una habitación desagradable con cámaras en cada esquina y una mesa en el centro. Policías e interrogaciones. Interrogaciones y policías. Un juicio. Otro juicio. Familiares llorando. Vidas destruidas.

Decidieron enviarme a un loquero. Desde aquí os escribo. Llevo encerrado en el departamento tres de la planta número cuatro un año. 365 días. Pobre Andresito, pobre Andresito. Cada día nos sacan a pasear. Vamos en fila, de dos en dos, como en parvularios. Por las noches me cuesta dormir. Hay pacientes que gritan. Gritan de esos gritos que te marcan el alma. Y sí, diréis que están locos, perturbados y enfermos. Diréis que yo estoy loco, perturbado y enfermo. Pero, ¿y si los locos sois vosotros?

Autora del relato: Elfva Barrio

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