A veces me siento como un puzzle en manos de un imbécil. – Ray Loriga
Había jurado no volver a enamorarme. Era un pacto.
Como las promesas electorales del presidente del gobierno.
Como las promesas matrimoniales de mi ex novio y su «noches entre las piernas de otra».
Como las promesas de lealtad de mi viejo mejor amigo en los viejos mejores tiempos.
Como aquella vez que me dijeron «para siempre».
Como los «te llamaré”.
Como cada vez que pongo el despertador.
Como cuando me propuse firmemente «no volver a escribir».
Como la casa, los niños y el perro con el primer hombre con el que dormí.
Como el secreto que iban a guardarme.
Como la caricia después del revolcón.
Como el futuro. Como los tacones. Como Dios.
Lo juré como esas cosas que uno se cree para no complicarse mucho la existencia.
(Con los dedos cruzados atrás).
Y justo aquí es cuando comienza la historia de amor como se estila.
De miradas de reojo, de frases tontas, de barba de tres días,
de manos en las piernas, de besos en el cuello, de sonrisas, de «vuelvo pronto».
La historia de amor sincrónica, cronológica, con bienvenida y cena con velas,
con besos en estaciones y aeropuertos,
con geografías que desconozco abriéndome llagas profundas sin matarme.
La historia de amor como Dios manda.
Una de esas donde duele el corazón.
No la cabeza, ni las tripas, ni la cordura, ni la memoria,
ni la semana, ni las piernas, ni las palmas de las manos.
No duele la metáfora, ni las caricias en la espalda. Duele el corazón.
Y justo ahí es cuando termina la historia de amor como se estila.
De «voy a echarte de menos, mi vida» y » te juro que volveré».
De despertarme con tu maldito olor a tormenta
y un cúmulo de saliva espesa y ácida en la boca.
Ese es el problema de mi escepticismo en el amor, que es ácido.
Si me lo trago me retuerce las tripas,
si lo escupo, es de mala educación.