El arte no consiste en tener buenas ideas, si no en llevarlas a cabo de un modo convincente, visceral, definitivo, y eterno (hasta que deje de serlo). Aunque se muera en el intento. Aunque tras ellas sólo reste el blanco sobrehumano en el folio, los soles de medianoche y la disipela en el alma. Aunque cuando pasen se vomite humo, estertores y horas de odiarlas. A las ideas, digo.
Todos sabemos que los cantantes y los poetas tienen un desagradable desapego a las realidades previsibles y no les importa un carajo si la cadena protón-protón necesita de energía nuclear o no para no repelerse.
Y así es Gonzalo Alcina. Contumaz a pesar de su otroro éxito. Y con dos cojones, si me lo permitís, para no quedarse con lo que ya tuvo y lo que podría llegar a tener con lo que había tenido. Porque él bien sabe que tanto el triunfo como la derrota son un par de impostores. Como todos los boleros y alguna que otra verdad.
Nunca se lo he dicho, pero siempre que le escucho me estremezco. No puedo evitarlo. Algo se me mueve por dentro con la fuerza que precede a mil tempestades. Silenciosa pero tajante.
Hablar de Gonzalo Alcina es hablar de comienzos. De los míos, claro. Es hablar de fiestas con guitarras y luces tenues. Es hablar de su señora (a la que si no me equivoco, «daría cualquier cosa por hacerle sonreír»). Es hablar de Melocos, Chamanas y fenómenos fans.
Si la voz de Gonzalo Alcina fuera sólida, sería un cuchillo con el que esparcir su particular universo de letras y blues. Si fuera líquida, un perfume, pequeñito pero raro de encontrar. Y si fuera gaseosa, alguna estrella a punto de estallar bajo el gobierno de la cinética. Porque a eso ha sido llamado: a estallar y a esparcirse. A prodigarse. A alumbrar aceras y viejos milagros.
Y no tengo ni una sola duda al respecto.
Y si no, escuchad su disco. Sabréis de lo que hablo.
Posdata: escribo esto mientras escucho los 3 minutos con 2 segundos de Barba y Rock and Roll. Imprescindible.