43 grados de belleza.
Mi cielo de Madrid no perdía detalle.
Su risa se adueñaba de mi acento indeciso, para de seguido sonrojarse ante mis contundentes miradas.
Sus pasos de peatones simulaban safaris en los que ella tenía la melena del león, y yo los prismáticos del que contempla enamorado, su libertad.
Dónde los demás ponían la bala,
yo ponía el corazón.
Siempre esperaba por mi, siempre echando el ojo atrás.
Me decía que caminaba despacio por la senda, despistado, que de esa manera esta sociedad de cerebros atados acabaría devorándome.
Yo, como excusa, culpaba de mis distracciones a las idas y venidas de la fauna, pero ella bien sabía que toda la faute era del vuelo de su falda francesa transparentando mis deseos salvajes.
Porque las ciudades son selvas,
bosques frondosos en los que uno se pierde demasiado fácilmente entre cuevas destiladas y callejones con drogas de diseño.
Por eso,
ella siempre estará ahí,
defendiendo su manada,
recordándome,
que por mucho que me pierda,
su mano,
nunca dejará de caminar delante de la mía.