Diecisiete minutos son suficientes para llevarnos a una realidad no tan alejada como nos gustaría de la sociedad en la que vivimos: unos pocos intentan hacerse ricos sin importarles nada con tal de conseguir sus propósitos y otros, más desfavorecidos, se ven obligados a vivir haciendo cosas no tan buenas como desearían con tal de tener algo para alimentarse y alimentar a su familia.
En esta distopía lo más importante es el tiempo, hasta tal punto que, si necesitas más del que dispones, puedes comprar tiempo extra. El tiempo se convierte en una droga y así, como siempre, nacen las mafias: personas que trafican con horas, minutos y segundos, aprovechándose de aquellos que necesitan más tiempo para trabajar y obtener dinero o bien para curarse de una enfermedad. Porque, como cualquier otra droga, el tiempo crea enfermedades nuevas. El tiempo comienza a consumir a la gente, a pudrir sus miembros. ¿Qué harías tú? Comprar más tiempo para salvarte. Pero es un círculo vicioso: cuanto más tiempo compras, más enfermas. El tiempo es tu aliado y tu enemigo. Como cualquier droga.
Irina Arenas Manzanares, Sara Tejedor Acosta y Pablo Martín Sánchez son los tres actores de esta obra de microteatro, además de guionistas y directores de la misma. A pesar de su juventud, el guión es fascinante, y ellos llenan el escenario y conectan con el público de una manera inusual, también debido al formato de la obra, que se realiza en un escenario pequeño y con poco público en cada uno de los cuatro pases ofrecidos.
La obra está estructurada en tres monólogos. Primero el del traficante, que ha llegado hasta ahí por motivos no deseados y que presenta al público la sociedad basada en el tiempo en la que se desarrolla la obra. Luego el de la escritora, que necesita tiempo para escribir su siguiente libro y así conseguir dinero para curar su enfermedad. Y por último el del jefe de la mafia que vende tiempo, que sabes que no es buena gente, que se está aprovechando de las personas enfermas y “enganchadas” a ese tiempo; te cae mal y no te cuesta identificarle con gran cantidad de personas de nuestra sociedad. Para terminar, hay una pequeña escena final en la que los tres personajes interactúan, y la interpretación de todos ellos es magnífica, a pesar de lo fácil que resultaría ponerse nervioso con el público mirando tan de cerca. Pero para el público que mira tan de cerca ellos no son actores, ellos son realmente los personajes a los que representan, porque ellos parecen reales, y la historia para real, y el vestuario −atemporal, sencillo y generalmente en tonos neutros− parece real. Y en esos diecisiete minutos ya formas parte de esa distopía en la que te sumerge Tempus Fugit, una distopía que podría ser la nuestra.