La chica triste del último asiento del autobús, sonríe.

La estoy viendo desnuda soñando con paisajes en su pelo.
Acariciándose el hombro derecho con su mano izquierda, diminuta y fría. Pensando en lo que quiso perder y lo que le hizo ganar. Preguntándose con una mueca en los ojos dónde se quedan todos esos besos que dos personas unidas más allá del sexo, un día sin más argumentos, dejan de darse.

La estoy viendo y ella no me está viendo a mí.
Está de espaldas a mi mundo, paseando descalza sobre la escarcha que encuentra al salir de su cama. Pisando los cristales que anoche no eran más que lágrimas inocentes, confusas entre el sabor a miedo y a fatiga. A la desesperación del que quiere vivirlo todo y nunca encuentra la salida de emergencia.

La estoy viendo y sé que es ella porque se ríe.
Ausente y risueña tararea al último de la fila. Baila sola en la cocina mientras se calienta el café y la habitación se llena de color a otoño. Se mira en el reflejo del microondas y se acuerda de las luces de neón que hay en esos bares donde nunca ha perdido lo que no quería encontrar y que sólo existen en las películas que no ve con nadie.

La veo parpadear y asiento,
hace tiempo que se quedó a oscuras pero no deja de brillar;
incandescente.
-Ardo-.
Aparta su mirada de sí misma, y oscila entre el sentimiento de culpa y la apatía.
Se recoge los mechones del pelo en un intento de organizar su mente
y acaba en el suelo mirando al techo como implorando besos y no nubes,
notando el frío de la losa en la espalda mientras imagina el ruido de cien cascadas
en sus dedos.

-Donde esté una mirada que grita que se quiten todos los besos que callan -susurro.

Parece que me oye y se levanta frágil y delicada,
como si no fuera a romperse.
Como si no lo estuviera.
Como si acaso lo hubiese estado alguna vez.
Me busca por la cocina con el ceño fruncido hasta que desiste
y se abalanza sobre el olor a café.
No puedo evitar sonreír cuando la veo relamiéndose los labios
de la misma manera que no quiero evitar excitarme cuando se hace el amor
como nunca nada le ha temido.
Como yo nunca la he llegado a tener.
-Cordero vestido de perra que busca la guerra interior-.

Suelta una carcajada al igual que un niño rompe a llorar cuando se escapa su globo de helio. Vuelve a tararear una vieja canción para sentirse viuda de su persona. Se suelta el pelo y se dirige a la ventana.

-Hace un día estupendo para arrojarse al olvido,
para sangrar la vida ajena.

Piensa y reacciona, pero vuelve a caer
y esta vez le dejo que se proyecte en mis ojos.
Y yo miro
y tiemblo.

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Cristina Pérez

Cristina Pérez

Más que pájaros, tengo un campo de minas en la cabeza.

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