Del diseño de esquemas para la eternidad que accedí a perder
con la esperanza de poder seguir
buscando.
El mismo que acepté, en su día,
como un pedazo de cielo hecho sabanas, un paraíso de bajo coste
que ni siquiera me acercaba a merecer.
El mismo que ahora estalla en una enorme bomba de humo, algo parecido
a mi habitación a las tres de la mañana.
El mismo examen para salir de perro callejero que me ayudaste a pasar
pasando lento, para que aprendiera a aullar en condiciones,
cuando me esforzaba en no aprender absolutamente nada.
Qué
podemos pedirle a la eternidad si ni siquiera sabemos qué hacer solos los domingos,
si aún siguen en mi ventana todas las notas que me dejó, para no volver,
aquella historia “para siempre”, en la barra de favoritos aquel piso que íbamos a mirar
para cambiar de vida al año siguiente, si ya ni recuerdas el primer beso en la luna de Madrid,
o el último en aquel metro de getxo a san mamés.
Qué
esperamos de una vida con las manos atadas a la espalda,
con una cobardía disimulada, con una sonrisa de oreja a oreja a cada desliz,
con la esperanza
puesta toda
en la suerte.
Ahora empiezo a entender la fugacidad
casi suicida
de todos los que vinieron antes,
la decepción hecha tristeza de huir por falta de opciones
el rosado en las mejillas, al quedarte, por si, al final, acabas encontrándolas.
Y no. No nos sirve seguir adelante, respirar el humo que amenaza con no dejarte dormir
y aceptar
que reducimos a un vuelo de moneda
toda la magia del minutero.
No nos sirve.