Berlín fue un sueño en tu retina
No queríamos carretera, pero nos hervía la vida
Cafeína y más cafeína
porque tú ya no fumabas
y yo no sabía despertarme antes de las ocho y treinta y siete
cuando el gallo cantaba,
cantaba,
can ta ba,
can ta ba…
Recuerdo con bella locura cómo te brillaba el pelo,
cómo el sol quería penetrarte en los ojos marrón cerezo
y cómo me dolían los pies y las manos y el pecho y la cabeza
Maldita enfermedad que es la vida a medias
Cuenta atrás, tres, dos, pausa, más pausa…
y entonces no nos atrevíamos ni a respirar.
Pero Berlín sonaba a esperanza,
olía a fresas en la almohada,
me revolcaba el corazón parado.
Tú me sonreías
y esa catástrofe en tu boca era mi mejor droga
y mis venas se abrían ante tu aire de orilla de mar en invierno.
Yo quería enseñarte el vacío de una jaula abierta,
conjugar verbos en un tiempo remoto,
señalar en el horizonte un punto fijo que fuera,
al mismo tiempo, ave y árbol.
Quería, sí, quería eso y mucho más.
Pero ni tres vidas hubieran colmado el principio
y su inercia hacia el movimiento.
Así que huía,
y era frágil mi manera metódica de silenciar el futuro,
de apretar el gatillo con temblor instantáneo,
de enterrar la mirada sincera bajo polvo de infierno,
y hacer de mi espalda una puerta y de mi sombra un camino.
Berlín ya no tenía sentido.
Despertar ya no tenía sentido.
“Nosotros” ya no tenía sentido