Hace unas horas, todo eran copas, todo puntuaba en positivo
y, por un momento, la felicidad parecía estar en alza.
Después, como todas las noches,
llego a la conclusión de que bebo más por afición a la nostalgia de las resacas
que por la euforia transitoria del punto alto de la borrachera.
A las seis de la mañana,
todo el mundo está triste.
Vuelves solo a casa, acompañado por el ruido
que ahora te parece sordo
de un camión de basura en periodo de servicio
te cruzas con una chica que se tapa el vestido de la noche anterior con la chaqueta
como avergonzada de haber alargado la celebración un poco más de la cuenta.
Llueve,
porque hasta el cielo tiene ganas de llorar a estas horas.
Cuando llegas a casa, poner otra lavadora con la ropa que tendiste anoche
se te antoja la menor de tus preocupaciones.
Diez llamadas perdidas.
Deberías dar señales de vida, pero la vida, ahora mismo,
no está para tus tonterías.
Así que dejas el teléfono en casa y coges un metro camino al trabajo.
Empresario, desesperado.
Mendigo, sobreactuado.
Músico en el metro, seguro que es playback.
Joder, un día sin mirar al Smartphone y te das cuenta
de que el que lleva toda la vida
bajándose en estaciones en curva
eres tú mismo.