Sobre aquel día

Me siento en lo alto de una de las colinas del Cerro del Tío Pío. Me gusta observar el atardecer desde aquí, ver como el sol se oculta tras la sierra de Madrid a la vez que lío el penúltimo cigarrillo del día, ese que se va consumir poco a poco, mientras pienso si darle o no la primera calada y, cuando desaparezca del todo, sin que me lo haya llevado a los labios, me estará marcando el momento de abandonar el parque, de volver a mi diminuto apartamento del centro a cenar algún plato congelado y ver pasar canales de televisión esperando a que sea la hora de dormir. Mientras reflexiono si dar esa primera calada pienso en todo eso que vendrá después, en la mañana siguiente y la vuelta a este parque al que llevo viniendo cada día desde hace tantos años que ya soy incapaz de contarlos. Tal vez por eso, sin quererlo, nunca aspiro el humo, nunca me acerco el tabaco a los labios. Porque si fumo el atardecer pasará más rápido y tendré que volver antes a refugiarme en mi soledad.

Probablemente desentono aquí. En el fondo sé que es así. Mi traje de chaqueta oscuro, mi vieja piel africana, mi corbata gris, mis zapatos lustrosos… todo lo que soy contrasta con la jovialidad que me rodea. Parejas que buscan respuestas en sus bocas, deportistas que trotan tras sus objetivos por caminos de tierra, animales que pasean a sus amos a cambio de una cena… Casi siempre ese parque es un espacio a la felicidad pública, compartida en comunidad. Yo no comparto nada y mucho menos alegrías.

Comienzo el ritual encendiendo el cigarrillo para después ignorarlo entre mis dedos. A esta hora del día es el momento en el que mejor me siento. Entonces me permito pensar en ella: me digo que, por fin, he dejado atrás el pasado, que ya no es una carga que envuelvo en papel de fumar para intentar que arda. Sentado donde cuarenta años atrás empezamos a murmurarnos nuestras primeras palabras de amor, me atacan todos los recuerdos que compartimos. “Todos” se resumen en uno.
Bajo las sábanas de un hotelucho nos rozamos los pies sin pensar que ese podría ser nuestro último día juntos. Quizás era más fácil así, sin pensar, sin mirar hacia delante, sin salir de aquella habitación sucia y vieja, como yo ahora. Pero para ella el presente era demasiado poco. No podía culparla por querer más, aunque eso significara buscar cosas diferentes. Yo no entendía las prisas por crecer, ¿para qué queríamos madurar? Allí fuera no había nada para mí.
Ella se asomaba a la ventana. ¡Cómo le gustaba esa ventana! La habitación más sucia del hotel más sucio de la ciudad más sucia ostentaba la vista más hermosa. En los días de verano, después de perdernos y encontrarnos en aquel camastro, ella se ponía mi camisa, abría el ventanal, aspiraba el aire de la ciudad (también sucio) y se apoyaba en el alféizar viendo a la gente estresada apresurarse hacía algo que no conseguía entender, admirando los tejados ocres de Madrid, enamorándose del verdor del Retiro y sus arboledas, sintiendo la plenitud del joven que tiene el mundo a sus pies, la vida por delante y todos los proyectos por comenzar. Desde la cama yo activaba el ventilador. No porque tuviera calor. No. La camisa le caía a la altura de las nalgas y me gustaba ver como los chorros de aire intermitentes levantaban la suave tela y mostraban algo más. Ella sentía el cosquilleo, sabía que miraba y dejaba escapar un risita coqueta, placentera. De felicidad.

Yo no quería apagar el ventilador ¿por qué iba a hacerlo? No quería escapar de la ciudad, ni ver mundo, ni salir para malvivir. No quería nada que significara moverme de aquella habitación. Apagar ese ventilador era como apagar mi vida, como desconectarme de una máquina que me mantenía despierto y atado a la realidad. Pero ella esperaba otra cosa. Quería ir a cualquier otra parte, convencida de que la música sería nuestra tabla de salvación. Las canciones que componía, simples y sin nada de especial, nos llevarían a donde nosotros quisiéramos. Ella cantaba, yo rasgaba la guitarra y entre tema y tema insistía en que valía la pena. Entre acordes y estribillos yo respondía con otra negativa hasta que, desesperada: lloraba, gritaba, pataleaba y tiraba el ventilador al suelo. Entonces no me dejaba acercarme a ella.

Ese día nos rozamos los pies sin pensar que sería nuestro último día juntos. O tal vez ella ya lo sabía, lo había rumiado durante los silencios que yo interpretaba como increíbles espacios de conexión mental. ¡Qué equivocado estaba! Lo tenía claro, no había ninguna duda. Todos los gestos estaban medidos, construyendo una escena que sería la última de nuestra función y la primera de una nueva que interpretaríamos por separado. A menos que yo creyera tanto como ella lo hacía.

Eso era lo que me decía apoyada contra la ventana, dejando que el aire del ventilador se colara entre sus muslos. Que podíamos intentarlo: salir a la carretera, buscar bares, cobrar lo mínimo, hacer crecer nuestro repertorio, conocer mundo, amarnos como lo hacíamos allí, pero amarnos en cualquier otra parte o en todos los lugares en los que nos detuviéramos. Se preguntaba si algún día estaría dispuesto a comprometerme de verdad. Y cuando lanzaba esa duda al aire yo esbozaba una medio sonrisa, decía que ya lo estaba y me acercaba a besarla. Pero era mentira, no lo estaba. A pesar del beso, lo notó, sintió que nada había cambiado, que yo haría nada por cambiar. Fue entonces cuando se vistió, me miró a los ojos, acarició mi cara y me dijo:

«Si sigues así, acabarás como un viejo solitario.»

Siento calor entre mis dedos y fresco en la cara. El sol se apaga tras la sierra mientras que el cigarrillo agota su momento poniendo fin a un día más. Lo lanzo lejos, consumido. Me levanto con pesadez, rodeado de oscuridad. Y me siento más solo y más viejo que nunca, pero, pienso ligeramente esperanzado, todavía menos que mañana.

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Ismael Núñez

Ismael Núñez

1984. Escritor. O eso digo. Fake it till you make it.

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