Siempre estoy borracho;
siempre llevo tres poemas de más encima.
Vivo con la felicidad como un particular miembro fantasma
que duele, se echa en falta, pero ni veo de cerca.
Yo, llevo mirándote la boca toda la noche
y juraría
que algún oscuro designio ha debido atarte las mejillas al cielo
para que todos podamos verte sonreír.
Ahora fantaseo con cómo será galopar por tus comisuras,
sentir el viento en la cara cuando me cabalgues de buena mañana,
tocar polvo de estrellas con la nariz y saborear nubes
en vaivenes alfanuméricos con la lengua.
A pesar de la cantidad de barcos encallados por cantos de sirena
(infinitamente menos espectaculares que el tuyo), me tragué tu canción
y aunque tú no lo sepas, yo no inventé tu nombre,
pero hablaba de ti antes de que supieras cuál era.
Es esta absurda sensación de que ya lo quiero todo contigo,
de que nadie puede cantar, seguro, más alto que tus gemidos,
de que sabías demasiado del destino como para llamarlo azar,
que das para libro, que no eres perfecta,
eres exacta,
que no te quiero
porque quererte, pequeña putada, quererte sería darle meses de ventaja al mundo
y quiero aprovecharte cada segundo que te cuelgue del rostro.
Querer quiero, perdona la osadía,
que me quites diez años al besarme y te enseñe lo jodidamente
idiota, que era con quince años,
que me llenes de equis el calendario con los días para no olvidarte,
que me pidas que me deje el sombrero para hacerte el amor
con la excusa de que necesitaremos de toda la poesía disponible
para el siguiente truco.
No te quiero querer,
porque algún día habría que dejar de hacerlo
y luego vienen los poemas versitristes,
los corazones engreídos buscando culpables,
las imposibles tareas de rescate entre los restos del derrumbamiento, no
no te quiero querer a ti
musa quimérica, engendro de, por y para la poesía,
a ti no te quiero dejar de querer.
Quédate
un rato, un par de días, tres meses, cuatro años, cinco vidas,
quédate
todo el tiempo que entre
en la próxima noche que me compartas.