Hacer del ataúd nuestro lecho, eso me decías.
La verdad sea dicha, siempre fuiste un poco macabra. Hacías de lo oscuro, el sexo por el que me mantenías vivo.
Una embestida tras otra, el asunto consistía en morirme y volver a nacer, era el veneno de tus uñas que clavadas en mi espalda me hacían desearte hasta los huesos.
Era el salto desde un sexto que al estrellarme me descubría el orgasmo, joder, más salvaje.
«Cállate!!!» , me decías, «vas a despertar a los muertos»
Era mantener los pies en el suelo gracias a la mano que agarraba con fuerza tu larga melena.
Y aunque estar dentro de ti una y otra vez sea lo más real que haya muerto nunca, valoro mi inmortalidad.
La adoro.
Por el simple y mero hecho, de sobrevivir una y otra vez, a todas tus miradas.