Gritar, gritar, gritar…
Gritas en el metro, entre los árboles, bajo el cielo, tras las ventanas. Gritas noventa y siete palabras sin la letra “a”, porque crees saber del mundo lo que los tiranos de la historia. Gritas para sentirte vivo, gritas para ahuyentar a la muerte, gritas para saber de ti lo que otros esconden. Gritar como símbolo de identidad de lo que nunca lograrás cumplir. Gritar como fenómeno antropomórfico que te deforma las caderas y te hace derrumbarte sobre el cemento. Gritar como sentido cósmico del firmamento que se destruye con cada puesta de sol. Gritar. Gritar en el silencio. Gritar en la escalera. Gritar en martes y trece. Gritar. Aprendiste modales y, sin embargo, gritas. Sufriste de abandono reiterante y, sin embargo, gritas. Forzaste la cerradura de tantos portales vacíos que gritas, y tu grito se vuelve magnánimo, se vuelve heterónimo, se vuelve fanático.
El grito que se enmudece. El grito que te enferma. El grito que me aturde. Porque gritas, y yo callo.
[Por qué gritas, y yo callo]