Como el suelo en otoño con las hojas secas, tú, con la naturalidad más mecánica de lo cotidiano, vas coleccionado heridas. Acumulándolas estratigráficamente. Una encima de la otra, la pequeña siendo devorada por la que en su día fue abismo, la reciente siendo vestida con traje nuevo de otra temporada. La herida no se cierra. Tú no la cierras. La siguiente herida no se cierra. Tú no la cierras. La miras en tu mano, en tu boca, en tu estómago blanco, y la ves sangrar. La sangre, que no es vida. La ves crecer. Y sonríes. A la herida, al culpable, a ti. Y mientes. A la herida, al culpable, a ti. La sinceridad te abandona, pero recuerda, siglos después te escupirá en la cara. Y te hundes, cual ligera criatura, te dejas caer, te pierdes en ti. Cierras los ojos y quieres vomitar la palabra, aprietas las piernas y quieres gritar la palabra, te arrancas el pelo y quieres recuperar la palabra. Pero la absoluta nada, vacía como un ayer detenido, te recorre cada centímetro de humanidad y te levanta, con fuerza centrífuga; y te aplasta, con rencor acorralado; y te desconoce, con memoria entumecida. Y se abre una nueva herida. Y te declaras cobarde, te eximes de la condena, te ajustas al guión pretendido. Una herida, un fracaso. No aprendes. Olvidas
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