Sin risa pero sin pausa.

No sé en qué momento dejó de sonar la canción, pero sigo escuchando la música que sale de tus andares hasta que me tropiezo conmigo mismo cuando paso por delante del espejo para ver si sigues ahí. Siempre cubierta de escombros antes del incendio. Soplando las cenizas que dejo en el ala oeste de un corazón que huele a queroseno y no alza el vuelo. Y a ti ya no te queda combustible y a mí me ha prendido la mecha de esta historia para no dormir en la que limpias con tus lágrimas las huellas dactilares de los cristales de mis ojos.

Te estoy mirando como quien ha aprendido que el tiempo no cura; sólo tapa la herida con años llenos de cortes en los tobillos de querer salir corriendo en sueños para acabar tirado al vacío de un vaso en cualquier bar de carretera.
Sin bar.
Ni carretera.


Canto para no escucharme, como si en cualquier momento fueras a hacer sonar de nuevo la música. Me levanto como aquel que además de llenarse de polvo tiene que limpiar toda la porquería que dejan unos recuerdos que regurgitan otros recuerdos. Te estoy dibujando la pena con lápices de colores para ver si así la confundes con esperanza y vuelvo a verte bailar. Y sin embargo, lo único que me pasa por delante es que vuelco al verte cogida de la mano de un futuro inexistente porque has borrado el pasado que nos definía eternos en un límite de tiempo.

Tengo un herbolario de dudas. Saltan y pisan todo lo que tocas y yo las miro sentado desde este sofá de segunda mano que no me la da. Huelo a nevera vacía y latas de cerveza oxidadas. Me sabe la boca a sangre y escupo el rojo de tus uñas cada noche que me vuelvo a quedar corto con la bebida; ciego de larga duración fue mi dedo cuando te escribía un «Quédate» en las costillas sin mi permiso y con tus maneras de hacerte la tonta para no leerlo. Para borrarlo después.

Pero ya no hace frío, y este mayo que se va corriendo me quita los mecheros para terminar de quemar mi casa. Estoy vestido de domingo esperando a la muerte para salir a pasear por las aceras que llevo por dentro. Pero ya ni esa zorra llama. Los niños me sacan la lengua en el autobús y yo me acuerdo de ti. De la tuya. De tus pies calentando mi cama y dando una patada en la boca de la soledad. De tus charcos, los mismos que ya no saltas para que yo me ría en días en los que la rutina me sigue comiendo los ojos para que no pueda cerrarlos nunca.

Pero tú deja de llover.

Seguirás igual de guapa al despertar y alguien volverá a hacerte reír creyéndose un héroe por conseguirlo cuando en realidad serás tú la que cree la carcajada de su boca. La misma que imitarás después como si también fuese tuya. No dejarás de ser la que más tarde se destruya abrazándose cada noche las rodillas, bañada en tristeza y rota por todos los sentimientos porque nunca has sabido dejar de dolerte. Alguien comenzará a llevarte flores y tú seguirás aparentando que te gusta cómo huele la primavera mientras las metes en agua para ahogarlas como si fuese una metáfora de ti misma. Alguien volverá a abrazarte al verte venir con tu vestido de verano y tus uñas pintadas de colores. Pero nunca se cortará con tus astillas al rodearte porque tú intentarás salvarlo del precipicio que tienes en el pecho y al que tú sola te caes día tras día desde mucho antes de mirarte por primera vez. No te conocerá saltando en los charcos a 38 grados en Noviembre ni hablando en sueños que te duermen a las cuatro y media de la madrugada lloviendo escarcha y buscando el calor de una espalda que conoces a trece manos por siete insomnios para derretir tu pesadilla de vivir.

Pero seguirás igual de guapa que siempre.

 

No tengas miedo.

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Cristina Pérez

Cristina Pérez

Más que pájaros, tengo un campo de minas en la cabeza.

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