—¿Usted cree en la suerte? —preguntó el chico rubio al señor con sombrero sentado a su lado.
—Sí, claro que sí, aunque lo cierto es que yo nunca he tenido mucha suerte en la vida. He andado siempre como loco detrás de las casualidades para ver si así me daba un golpe con una poca, pero nada —contestó él, casi tímido, mientras observaba una mancha en sus zapatos—. Sin embargo, un día sus ojos jóvenes me miraron. Me miraron de verdad, quiero decir, y toda la suerte del mundo se la podía quedar el más tonto de mi pueblo, ¿sabe? Yo me quedé con mi casualidad. Bueno, ella se quedó conmigo, mejor dicho. Y aún me quiere mirar todas las mañanas.
Qué suerte tengo.